Comentario
Roma se distinguió de las demás ciudades latinas por su religión al favorecer ésta la instauración del Estado. Las acciones del Estado estarían vinculadas a los actos de Júpiter, el dios principal del Panteón romano. Podemos manifestar que se reivindica la necesidad de implantar en el mundo la voluntad de esa divinidad, que defiende la justicia, el derecho, etc. De esta manera, Júpiter se convierte en el juez de los conflictos ciudadanos entre los latinos, garantizando los pactos que las ciudades realizaran. Todas las ciudades latinas honrarán al dios en el templo de Monte Albano hasta el momento en que Roma convierta a Júpiter en su principal divinidad y traslade el culto al Capitolio, convirtiéndolo en Optimo y Máximo.
Los romanos consideraban que todo podía ocurrir con tal que los dioses lo desearan. Ven el cosmos como algo dinámico, pero en equilibrio, expresado a través del pacto entre los seres humanos y los dioses ya que para ellos cada objeto o fenómeno tenía su propia alma. En virtud de ese pacto cualquier cosa puede ser elegida para establecer la presencia divina, requiriendo el beneplácito previo de Júpiter. Para ello, existen adivinos que tienen el objetivo de descubrir la voluntad de los dioses: son los sacerdotes -leen en los oráculos de origen griego-, los arúspices -leen en las vísceras de las víctimas sacrificadas- y los augures -interpretan la voluntad de Júpiter directamente-.
En Roma la religión estaba muy vinculada al Derecho al ser necesario distinguir entre lo ilícito de lo lícito. Esta función religioso-judicial la realizaban los pontífices quienes formaban un colegio sacerdotal que estaba dirigido por el pontífice máximo. Ese cargo de pontífice máximo podía ser ocupado por cualquier miembro de la clase política romana, siendo habitual que estuviera en manos del emperador.
En el colegio pontificial también se integraban los flamines -sacerdotes dedicados al culto particular de un dios-, las vestales - sacerdotisas de Vesta- y el rex sacrorum -quien desempeñaba las funciones sacras anteriormente reservadas a los reyes-.
Dentro del panteón romano encontramos cuatro agrupaciones que tenían la función de representar al Estado: la triada Júpiter-Marte-Quirino, la triada capitolina constituida por Júpiter, Juno y Minerva; y los doce dioses principales: Vesta -diosa del fuego del hogar-, Juno -diosa del matrimonio y del hogar, hermana y esposa de Júpiter-, Minerva -diosa de la inteligencia, de la sabiduría y de las artes-, Ceres -diosa de la agricultura-, Diana -diosa de las doncellas, de los bosques y de la caza-, Venus -diosa de la belleza y del amor, esposa de Vulcano y amante de Marte-, Marte -dios de la guerra-, Mercurio -dios del comercio, de la elocuencia y de los ladrones, mensajero de los dioses-, Júpiter -dios supremo-, Neptuno -dios del mar-, Vulcano -dios de los infiernos, del fuego, del metal y de la fragua- y Apolo -dios de los oráculos, de la juventud, de la belleza, de la poesía, de la música y de las artes-. La triada Ceres-Libero-Libera representaba a los plebeyos.
Con el fin de festejar a todos los dioses en los templos y los lugares sacros, los romanos establecieron un calendario, originalmente ligado a la agricultura. El mes se dividía en dos fases, siguiendo el esquema del calendario lunar. Cada mes estaba dedicado a una divinidad, existiendo días festivos propios para cada dios. Los meses de febrero y diciembre correspondían a los inicios del año por lo que se celebraban las llamadas fiestas caóticas. También se consideró que el 21 de abril era otro comienzo de año para festejar el nacimiento de Roma.
Junto al culto público, los romanos presentaban un culto privado, más personal e íntimista. El pater familias era el responsable de los ritos dirigidos a las divinidades domésticas: los lares y los penates. Además, cada individuo rendía culto a su genio personal.
Las ideas de ultratumba apenas influían en el conjunto de la religión ya que bastaba con que el difunto fuera enterrado con las debidas honras fúnebres. El cadáver se transformaba en sombra y pasaba a formar parte del reino de los manes, los dioses de la muerte. Este concepto sufrirá una profunda transformación cuando en el Imperio Romano entre con fuerza el cristianismo.